Porque yo no sabía que quería ser una princesa... Hasta que deseé serlo con todas mis fuerzas.

lunes, 8 de marzo de 2010

Cuando los pensamientos se vuelven contra ti... Casi nada puede salvarte.



¡Hola a tod@s!

Vuelta ya del fin de semana. ¡Qué corto se hizo! O qué largo, dependiendo de quien lo vivió.

A mí personalmente se me ha hecho eterno y terrible. Y no porque me haya aburrido, no señor, ¡ojalá! Se me ha hecho eterno porque yo, por norma general, odio los fines de semana.

Entre semana vivo enfocada en mis pequeñajos y mi vida laboral y estudiantil, así que en realidad no me queda mucho tiempo para preocuparme por mi aspecto. Lo cuido, por supuesto, eso es algo que va innato dentro de la mente de alguien que sufre lo que yo, pero no le prestas tanta atención. Es más automático, creo yo. No dejas de preocuparte por calorías, ejercicio, grasas, hidratos y demás, claro, pero como tienes mil cosas más en las que pensar, pues no convertir la comida en el centro de todos y cada uno de tus pensamientos es infinitamente más fácil. De hecho, han habido semanas en que procuraba agotarme a fondo a fin de no pensar en más cosas que no fueran mi trabajo y mi familia. Y puede parecer tonto, pero ayuda.

Pero este fin de semana ha sido uno de esos en los que no hay nada que hacer excepto cosas nimias que se acaban en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y qué haces?

Piensas.

Piensas en comida, piensas en el hambre que tienes, en lo muchísimo que te gustan los dulces y en lo que echas de menos el chocolate, el helado, las patatas fritas... En que te apetece comer un buen plato de pasta con carne picada.

Y lo peor es que los fines de semana, la gente como yo que aún vive con sus padres come con su familia. Una mesa repleta de alimentos, con tu familia alrededor, sin posibilidad de escape y con tu tentación más particular ante ti: Entrante, primer y segundo plato, postre, ensaladas, pan, fiambre...

Tú tienes hambre, para qué lo vas a negar. Te mueres por probar un poquito de jamón serrano, la sopa caliente con un montón de tropezones, el asado, la mousse de chocolate que tu madre ha hecho con tantísimo cariño pensando especialmente en ti porque se ha dado cuenta de que últimamente estás muy triste y nada te anima...

Pero Ana está allí, de pie, detrás de la silla y con sus manitas apoyadas en tus hombros. Y, sin que nadie se de cuenta de su presencia, se inclina hacia ti y te dice:

"Ni siquiera mires todo eso. ¿Acaso quieres convertirte en una foca, no caber en tus pantalones, que la celulitis anegue más tus muslos? ¡Chiquilla, ni pienses que vas a probar un bocado de lo que ves! La única comida que no engorda es la que se queda en el plato y tú sabías bien dónde te metías cuando empezaste a hablar conmigo."

Y la culpa por sólo desear comer invade tu cuerpo y tu mente. Cierras la boca y acatas lo que ella te diga, porque tiene razón en lo que dice, eres suya por más que digas que no. Todos esos deliciosos alimentos que mueres por probar, van irremisiblemente a la servilleta, al vaso o al perro si anda cerca. Comes un par de cucharadas de sopa, mucha agua, dos pinchadas de pepino y tomate y ya está.

En ese preciso instante, Ana te mira y sonríe, contenta. Una vez más, la has seguido sin rechistar y no hay cosa que a ella le guste más. Cumplido su objetivo, vuelve a su lugar inicial tras la silla y no te vuelve a decir una palabra, aunque te vigila tratando de que no te des cuenta mientras recoges la mesa y vas tirando lo sobrante al cubo de la basura.

Durante el día haces un esfuerzo por no pensar en tus mareos, en lo que sufres y en lo que necesitas de comida nutritiva y quizás puedas sobrevivir también a la cena sin causar grandes males. Pero el punto álgido llega de madrugada, cuando todos están ya en sus camas y tú, en la tuya, no puedes dormir. ¿Por qué? Porque te mueres de hambre, te duele la cabeza y te mareas con moverte un poquito.

Conoces la solución, no es tan difícil. Sólo tienes que levantarte, salir por la puerta, dirigirte a la cocina y comer algo. Y allá vas, convencida de que un poco de chocolate, de pan, no te va a hacer ningún daño.

Con lo que no contabas era con Ana, que sabía de tus intenciones y te estaba esperando en la puerta del frigorífico. Y te mira con rostro enfadado, furioso, dispuesta a desatar toda su ira sobre ti.

Aquí tienes dos opciones. Darte la vuelta y huír de esa visión tan espantosa... O caer y comer. Lo malo es que cuando coges la segunda opción, cuando empiezas a comer no puedes parar. Necesitas saciarte, ahora, ahora, comida, mucha, ahora, pan, queso, jamón, chocolate, patatas, ahora, ahora.

Esa opción es incluso peor que la primera, porque después viene el sentimiento de culpa. Ana sabe bien cómo hacerte sufrir, y no te creas que se reprime por verte arrepentida. Al contrario, hace que todo te duela y que tu mente pinche, todo para mostrarte lo que sucede y que no vuelvas a hacerlo. Jamás. Una vez que has empezado, ya no puedes parar. Ana es una compañera de por vida, y jamás te libras del todo de ella.

Este fin de semana me ha tocado la segunda opción. Por eso estoy así de deprimida.

A veces me da por mirar otros blogs de chavalinas que acaban de empezar en esto, como si fuera un juego, un modo rápido de perder peso.

Tontas. Salid de aquí lo más rápido que podáis.

Que idiotez... ¿Alguna haríamos caso a eso?

No, claro que no. Pero me siento tan mal, tan asqueadada con el mundo, tan deprimida... Que no puedo desear otra cosa que tratar de impedir que alguien más se sienta tan desgraciada como yo.

Mejor no sigo hablando o acabaré en suicidio =P.

¡Saludos a todos y todos los buenos deseos que soy incapaz de retener para mí!

Rosanegra.

1 comentario: